martes, 13 de febrero de 2007

Patadas en la ermita


Recojo lo que dice mi interior.
Palabra por palabra, en ocasiones, casi al dictado. Sin huir, afrontando lo que hay, a veces con más resignación que con alegría. Y casi siempre lo que se escucha es bien recibido, con alivio y frescura, animando a dejar el siguiente paso en el sendero.
Lo que ocurre es que parece que todo es siempre maravilloso, que todo es un presente ideal lleno de iluminaciones y que soy un remanso de sabiduría sin par. Sin embargo, las cosas son muy distintas. Sí, es verdad, en mi reside una sabiduría y una paz que me acompaña desde mi más tierna infancia, quizás desde antes, pero eso no es obstáculo para que en algún momento del camino todo se torciera como si fuera un renglón torcido de esos que a Dios tanto le gustan.
La realidad es que uno se cae, se vuelve a levantar, se vuelve a caer, se levanta, se cae, y así una y otra vez en un intento desesperado por encontrar la luz que todo el mundo ve tan fácil y tan clara.
Soy testigo de ello. Soy testigo de una realidad que cada día me sorprende más, cuanto más profundizo en ella, más incomprensible es para mi. Soy testigo de cómo en mi se libra una batalla entre el bien y el mal, entre la pasividad y el anhelo de plenitud, entre la confusión y la fé.
Miro a mi sombra, al crío y al dolor que llevo dentro, y la veo dar patadas al muro de una ermita, de esas que tan escondidas están en el Camino de Santiago. La cojo de la mano y nos vamos a caminar, dándome cuenta de que lleva tiempo sin salir, y que necesita ser reconocida y tratada con respeto para entregar sus frutos, brillantes de madurez y calma.
En un mundo en el que todos vamos de fantásticos algo de honestidad le va de perlas al alma. Honestidad para verse uno tal cual es, con la dulzura de quien entiende lo que ocurre, recogiendo la fuerza que da la paz de ver y reconocer que todo lo que hay en mi interior es profundamente humano, a pesar de todo el jaleo y el dolor que hay en mi. Honestidad para aceptarme cuando caigo, cuando vivo, cuando siento, cuando me relajo, cuando estallo con rabia o con lágrimas, cuando el mundo corre y corre y todo vuelve a pedirte lo mejor de ti mismo, sin importarle lo que eres en realidad.
Y es aquí, en el centro de la espiral, donde vuelvo a recoger el bordón de la voluntad de hacer de mi mismo alguien que se vive con la soltura de quien ha viajado hasta el fondo de su corazón, ha visto todo lo que hay y lo ha llenado de amor, sin elección posible, como un árbol viejo a la vera de una ermita vieja y tranquila.
Y es que en ocasiones todo parece que se va a hacer puñetas. Pero a fuerza de levantarse una y otra vez, cada vez parece más claro que el Camino lo voy a tener que recorrer sólo, y que sólo yo soy el responsable de la vida y de las decisiones que he tomado. Las raices del viejo árbol son sabias, y es su silencio el que clama con la fuerza de la verdad quién soy y la pureza de mi alma, esperando en el presente desde el día que nací en este mundo, en esta familia, en este momento.
Mientras tanto, las flores hablan ya de la primavera que se acerca, las aguas rugen con alegría en el Algar, los niños ríen y lloran, el ermitaño sale de la cueva y enciende su lámpara con la luz del sol, alumbrando los corazones de la humanidad entera.
Dios nos ha vuelto a bendecir, una vez más.
Y doy las gracias.